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Adrian Newey acaba de lograr su título número 17 en la Fórmula 1, incluyendo los 5 en Red Bull, adonde llegó en 2006.
Tres mundiales de constructores en ocho años. Cinco si se suman los de
pilotos. Red Bull se puede considerar el único equipo de todos los que
han ido apareciendo en los últimos años en la Fórmula 1 que
verdaderamente llegó para desafiar a los grandes, para quedarse, para
ganar y no solo para sobrevivir o especular financieramente.
En noviembre de 2004, Dietrich Mateschitz decidió dar el salto hacia el
vacío. De ser accionista en Sauber, a propietario de Jaguar, escudería
que compró por 100 millones de euros. Cambió el nombre, los colores, la
nacionalidad y el espíritu, pero nadie sabía qué trazada llevaría el
proyecto.
Las dudas se despejaron pronto, porque el multimillonario austríaco
aprovechó que Arrows liquidaba sus instalaciones cercanas a Milton
Keynes, sede de Red Bull, para quedarse con su monstruoso túnel del
viento, construido por el ejército británico a fines de los noventa para
desarrollar aviones, sobre todo el Concorde y afinar hasta cohetes.
"Nunca había visto algo igual, era gigantesco", recuerda Pedro de la
Rosa, que manejó para Arrows.
Convenientemente adaptado y actualizado a las necesidades de un
monoplaza, la compra se reveló como un acierto total, porque la Fórmula 1
ahora se expresa en el viento más que en la mécanica. "Los motores
están congelados, los neumáticos son iguales para todos, las
suspensiones no cambian en todo el año... La diferencia está en la
aerodinámica", ha dicho en más de una ocasión con resignación Fernando
Alonso.
Y el más dotado para entender por dónde sopla el aire, estaba en el
mercado: Adrian Newey. Descontento con Ron Dennis, otro más, algo
discutido dentro de la casa por la fragilidad de sus diseños, el
ingeniero inglés necesitaba un cambio de aires, un desafío. En pocas
palabras, hacer campeón de la nada a un equipo nadie.
Fue el segundo aviso de que Red Bull iba muy en serio. Newey eran
palabras mayores. Unos 10 millones de sueldo para el último genio del
diseño en el Gran Circo. Con Williams y McLaren, el ingeniero inglés fue
especialista en fabricar monoplazas no ganadores, sino dominantes,
cazarrécords, que marcan ciclos y pasan a la historia. Joyas
aerodinámicas a las que supedita todo lo demás.
Pero Mateschitz no se quedó ahí, sino que fue fichando, a golpe de
talonario puro a varios de los más brillantes ingenieros, técnicos y
mecánicos de la parrilla.
"Era un proyecto a largo plazo. Invirtieron fuerte en una idea, tardó
tres o cuatro años, pero ahora estamos viendo sus frutos", comentó al
Diario Marca una voz muy autorizada en el paddock. "Que es lo mismo que
está haciendo Ferrari ahora y debería verse en las próximas temporadas".
Newey llegó en 2006 y tres años después empezó a inclinar la balanza con
el RB5 de 2009, sólo superado por el alegal Brawn con su doble difusor.
Curiosamente, el trasvase de información, permitido entonces con su
equipo satélite de Toro Rosso, logró que fuera el filial, el antiguo
Minardi, el que conquistara la primera victoria de la marca, la del
novato Sebastian Vettel en Monza 2008.
Y fue el propio Vettel en comenzar la seguidilla para Red Bull meses
después. Lograba en China la primera de las 34 victorias que han logrado
en cuatro temporadas, gracias al RB6 de 2010, que ya fue el mejor ese
año, y al rodillo de la temporada pasada, el RB7, el más dominante de la
historia según el propio Alonso, capaz de apuntarse 12 victorias y 18
poles.
La FIA intentó evitar otro monólogo de Red Bull este año, prohibiendo
sus ingeniosos escapes sopladores, pero no fue sino otra incitación para
que el genial Newey retorciera sus neuronas y sus diseños. Dio con la
solución en septiembre y Vettel ha vuelto a tocar en solitario. Aunque,
por ahora, el primer tricampeón es sólo el.